Por: Sergio Anzaldo
Hace 24 años Alan Minc nos advirtió de la gran borrachera que la radio y la televisión le estaba poniendo al régimen democrático y la consiguiente madriza al sistema de partidos, al posicionarse como encarnación de la opinión pública armada con la super espada flamígera de las encuestas electorales.
Con esta metáfora Minc ilustró cómo, desde hace un cuarto de siglo, los medios de comunicación desplazaron a los partidos en materia de representación y gestoría política -con lo cual nos hace sentido la recurrente muletilla de López Dóriga “regresando al México real” que utiliza en su programa para descalificar toda declaración política- y como los sondeos de opinión pública sustituyeron los mecanismos partidarios de selección de candidatos, definieron las estrategias políticas y determinaron los programas de gobierno. Es decir, cómo surgió la democracia demoscópica.
En México, el reinado de esta democracia demoscópica duró dieciocho años. Arrancó con Vicente Fox que gracias a su popularidad se hizo de la candidatura del PAN y sacó al PRI de los Pinos y ya. Bueno, también gracias a las encuestas, tomó la sabia decisión de cancelar su proyecto de construir el aeropuerto de Texcoco para no pasar a la historia como un represor de los compañeros de San Salvador Atenco. Por supuesto que, como hombre agradecido, cambió las reglas para el cobro de los tiempos oficiales en beneficio de los concesionarios de radio y televisión. Este reinado de la televisión terminó con la telenovela protagonizada por Peña Nieto y la Gaviota.
Este embriagador cóctel, de radio y televisión, que ya de suyo traía borracha a la democracia, a partir de 2004 fue potenciado al siguiente nivel por la nueva mezcla de las redes sociales con el Facebook y el Twitter como principales sustancias activas. Quince años después estamos en plena hora de las aguas locas.
Por doquier surgen los outsiders, los antisistema, los independientes, los no políticos, los que enarbolan posiciones extremas, escandalosas. Hoy en el juego democrático ganan los que polarizan, los que abandonan la hueva del discurso políticamente correcto, los que promueven la fobia más que filia. Con Trump a la cabeza, la lista es abrumadora: Macri en Francia, Bolsonaro en Brasil, El movimiento 5 Estrellas de Italia, el nuevo ascenso del fascismo en Europa, Podemos y Vox en España, los cómicos que presiden Guatemala y Ucrania. Sin importar la geometría política, pareciera que el requisito indispensable de hoy para tener éxito en la política es no ser político.
Mi hipótesis es que así como la radio y la televisión embriagaron básicamente al círculo rojo, ahora las redes sociales embrutecen a los ciudadanos y deforman de manera no vista a la tristemente célebre opinión pública, pues no son propicias para el análisis crítico de la realidad, no ayudan a la reflexión sosegada y equilibrada sobre los asuntos públicos y menos dan oportunidad de procesar con sensatez la toma de decisiones políticas que inciden en la comunidad en el mediano y largo plazo, es decir, no ayudan a ponderar a quién le voy a dar mi voto.
En todo caso, las redes sociales inhiben el conocimiento y acercamiento a posturas diferentes al usuario, no dan tiempo ni espacio para evaluar la información que se recibe, la avalancha de memes confirma los prejuicios propios, la velocidad y personalización de la información motiva la exigencia de una respuesta igual de rápida y personal, no hay forma efectiva de escapar de las fake news. A semejanza del Coronel, la ciudadanía está atrapada en su laberinto. De ahí la locura de los electores que con sus decisiones políticas ha configurado un mundo que, en términos políticos, podemos calificar de esquizofrénico.
En el caso de México es muy temprano para saber a dónde nos van a llevar las aguas locas, pues aquí las redes sociales son benditas. Por lo pronto, salud.
*Las opiniones vertidas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, la forma de pensar de la Revista El Aguachile.
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