Por: Carolina Estrada
Con el ¿regreso?, de los niños a la escuela, la realidad parece habernos escupido en la cara. Si ya antes había sido complicado, esta vez, por lo menos para quienes todavía pensábamos que en algún momento recobraríamos, si no la mayor parte de nuestras actividades cotidianas, sí la estructura de lo que había sido alguna vez nuestra vida, las cosas se han puesto todavía más desalentadoras.
No es que la preocupación mayor siga siendo qué vamos a hacer con los niños en casa, cómo vamos a sobrellevar la mayor parte de nuestras actividades teniéndolos 24 horas al día con nosotros -que sí-, en realidad, el desaliento viene de un lugar más insospechado: de la propia escuela, porque tener a los niños frente a una u otra pantalla entraña mucho más que sólo tratar de mantenerlos entretenidos, entraña tener que asomarnos, por primera vez de manera cruda y sin adornos, a lo que verdaderamente es un salón de clases en el día a día: una pérdida de tiempo mayúscula.
¿Por qué digo esto?, porque ni la maestra más experimentada -claro, siempre hay excepciones-, puede mantener por completo la atención de un grupo de alumnos de manera sostenida no sólo lo que dura su clase, sino lo que dura el curso. La escuela, principalmente en los grados básicos de educación, es en realidad una guardería que extiende su horario de cuidado más o menos tiempo mientras los padres hacemos otras cosas o tratamos de tener una vida mientras crecen nuestros hijos.
En pantalla vemos lo que no hemos querido ver: que los niños son obligados a mantener su atención ante un tema que probablemente no es para nada relevante para ellos, o que quizá ni siquiera les despierta la más mínima curiosidad y, si lo hace, pocos son los que reciben el conocimiento de la forma adecuada para que pueda quedarse en ellos. Y esto no es totalmente culpa de las maestras o del programa educativo, se debe principalmente a que el aprendizaje necesita mucho más que sólo una mera exposición con ejercicios más o menos entretenidos. El aprendizaje es una experiencia personal.
¿Puede un modelo, una filosofía, una metodología o un recurso tecnológico hacer la diferencia? Probablemente una técnica u otra tenga mayor efecto en algún grupo medible de alumnos. Pero no, el problema es mucho más de fondo. Al tener a los niños tomando clases en casa no sólo es la casa la que sufre una invasión a la privacidad de sus miembros, también lo es la maestra, el grupo y cada uno de los niños que participan en una clase en línea -¿qué necesidad tiene una de enterarse de que Rodolfito se saca y se come los mocos o de que Reginita tiene algún tipo de incontinencia que la hace ir cinco o más veces al baño en cada clase?-. Por fin estamos viendo lo que en el fondo quizá percibíamos pero no habíamos querido aceptar: los niños necesitan atención, no poner atención.
La escuela no fue hecha para educar a los niños, porque esa es una tarea intrínseca de los padres, natural en la crianza de cualquier ser. Si cada padre de cada especie se hace cargo de criar y entrenar a su descendencia, ¿por qué habría de ser diferente en los humanos? La escuela, una invención de la Revolución Industrial, fue hecha para que los padres pudieran entregar su tiempo y trabajo a la creación de capital o, en su defecto, a la producción en masa mientras alguien más cuidaba a sus hijos.
Los padres humanos no podemos criar solos a nuestra descendencia. Uno de los pilares de nuestra evolución es la crianza en grupo. ¿De qué otra forma podría ser si somos el animal que más tiempo permanece dependiente de sus cuidadores para poder independizarse? El afán productivo aisló a los miembros que antes vivían en grupos y pareciera que cuanto más avanza nuestra tecnología y más crece nuestra economía, más aislados están las madres y padres para criar a sus hijos. La migración de las zonas rurales a las grandes ciudades acarrea un problema social: ya no existe un grupo familiar capaz de apoyar con la crianza de los niños. Y mientras el tiempo laboral se amplía, también tiene que hacerlo el escolar. Que cada quien busque su casa propicia que cada quien tenga que cuidar a sus niños como mejor le sea posible y es ahí donde la escuela juega un papel tan trascendental, sirviendo adicionalmente como un lugar para entrenar las habilidades sociales de los niños, con mayores o menores fracasos.
Pública o privada, el gran valor de la escuela se ha perdido con este aislamiento forzado que vivimos. Ya no tenemos quién cuide a nuestros hijos y ellos ya no tienen la oportunidad de convivir con otros niños. Sea cual sea el tipo de escuela, el ambiente que tenga, si estos dos factores no se cumplen, el otro, el del conocimiento, mucho menos lo hará. Y el grave problema hoy es ese precisamente, que los padres estamos viendo que nuestros hijos necesitan mucho más que una pantalla de última tecnología, un libro carísimo, un lugar con más o menos árboles y que hasta el modelo más revolucionado no sirve cuando el niño no está recibiendo lo que como mamíferos nos ha traído para bien o para mal hasta donde estamos: el contacto.
Ver a los niños frustrados porque la maestra no les hace caso en la conferencia matutina es poco comparado cuando vemos que el tema no es interesante, no porque no lo sea, sino porque no hay un diálogo con ellos, porque no se les hacen preguntas personales, porque no se intima con su ser para trabajar. Y es que quizá, la verdadera educación es bidireccional y es ahí cuando todo lo demás palidece. A veces no hace falta ni siquiera un material estudiadísimo y precioso para despertar su imaginación. La mayor parte de las veces lo que el niño verdaderamente necesita es que alguien le haga preguntas, que se tome el tiempo de conocerlo y conversar con él, tener una charla que lo lleve a interrogarse a sí mismo, a desear conocer más.
¿Puede la escuela con ese reto?, ¿podremos los padres entender que quizá no se trata de “entretener” al niño, sino de ser capaces de hablar con él, mirarlo y conocerlo? ¿Qué lección tienen que aprender las escuelas y todo el sistema educativo después del COVID19?
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