Por Carolina Estrada
Es sábado por la mañana. Después de tres semanas, por fin se me hizo dedicar un rato para comprar el famoso pan de muerto que, por estas fechas, Instagram y sus influencers, han convertido en un verdadero boom. La cita es a las 12 del día en un café al que le ha tocado la suerte de ser por esta ocasión la sede de la vendimia. Llegué doce y cuarto y la cola ya le daba la vuelta a la cuadra. Pensé que, si habían limitado la venta a seiscientas piezas con la condición de que cada comanda fuera de sólo cuatro panes, probablemente sí me tocaría. Y es que un pan relleno de camote morado y cubierto de ceniza de totomoxtle es algo que de verdad tenía ganas de probar. Simplemente porque suena bien y porque nunca he comido algo así en mi vida. En fin, después de 1 hora y 15 minutos esperando, por fin logré entrar al café para, ahora sí, llevarme mi tan ansiado pan. ¡Pero no!!!! La vida no quiso que saciara mis ganas degustándolo. Me quedé a dos personas de darle una mordida. No lo logré. Reaccioné tratando de consolarme con un panqué de calabaza y un café. Definitivamente no fue lo mismo, quizá sin la sombra del pan de muerto. Al menos me ayudó a paliar las ganas de algo azucarado deshaciéndose en mi boca.
Ahí fue cuando entendí las reacciones exacerbadas de mi hijo de 3 años cuando no consigue lo que quiere: berrinches. Pasa que cuando uno de verdad quiere algo o ya se hizo a la idea de que lo tendrá, es muy difícil consolarse y controlarse, contener las ganas de arrebatarle al otro su tan ansiado pan o ponerse a dar de gritos contra el primero que se le ponga a una enfrente porque no pudo saciar sus ganas. Pero quise serenarme, tomar aire, respirar y ver “la enseñanza” detrás de todo eso. No fue fácil y confieso que todavía guardo cierto rencor por no tener lo que quería. En fin. Así es la vida y ya. El famoso pan es todo un suceso no sólo por el buen marketing que se ha hecho o por el factor de exclusividad con que se vende. Lo que hace verdaderamente especial este platillo es, por un lado, la temporalidad, sólo se vende durante los meses de octubre a los primeros días de noviembre y en ocasiones especiales; seguido de los ingredientes y el factor local. Y por supuesto, la calidad y el exotismo de la tradición.
Ahora bien, ¿qué habría tenido que pasar para que todos los que nos formamos y hasta más, pudieran tener un trozo de este delicioso manjar? Industrializar el proceso, aumentar la mano de obra, quizá sacrificar un poco o mucho la calidad de los ingredientes, y un largo etcétera que habría hecho que el pan dejara de ser lo que fue un día para convertirse en otra cosa. Y es que eso es lo que ocurre con frecuencia cuando un producto es bueno. Cuando todos lo queremos al mismo tiempo y en cantidades estratosféricas el producto sacrifica su esencia para convertirse en un mero objeto de cambio.
Nuestro modo actual de vida nos impulsa a desarrollar productos, experiencias y servicios de manera masiva. Pensamos que cuanta más gente pueda acceder a algo, más éxito habrá y más incrementarán las ganancias. Y es verdad, pero el costo puede ser mucho más alto de lo que creemos y podemos ver a simple vista. Sobreexplotación de recursos, trabajo malpagado y hasta daño a monumentos y áreas naturales por la necesidad de tener algo que quizá no era para nosotros, en el caso del turismo masivo. Ejemplos hay muchísimos, porque no sólo se trata de comida o algún producto físico: el fast fashion es quizá el ejemplo perfecto del daño que causa la moda, la necesidad de acceder a lo que se ha dado por llamar “democratizar” el diseño, el estilo, que todos podamos tener y aspirar a algo. Pero están también los viajes, las experiencias, eso que se nos vende como algo que debemos tener, vivir sí o sí para ser quién sabe qué, pero que es estrictamente necesario para ser lo que soñamos. Y es así como ciertas localidades acaban pagando por la sobreexplotación de sus atractivos de manera desmedida. Porque el turismo también puede provocar daño social y ambiental y no sólo traer ganancias y progreso. Al igual que sobreexplotar un producto, una tradición o un proceso.
Y todo esto me hace pensar que quizá hay cosas que no todos podemos tener, vivir y que eso está bien. No es necesario que todos vayamos a tomarnos fotos a Venecia, no es necesario que todos comamos el mismo pan de muerto al mismo tiempo, no es necesario que todos tengamos los diseños más vanguardistas cada temporada y que además los podamos comprar a un precio que para nada corresponde a su valor real, poniendo en juego con ello la salud, la vida y el bienestar básico; destruyendo y agotando recursos sin pensar ya no en el futuro, sino en el presente.
Vivir el modelo capitalista hasta sus últimas consecuencias nos ha hecho creer que todo depende del esfuerzo, del dinero. Porque si hacemos lo necesario, trabajamos lo suficiente y generamos lo que se requiere, podemos logar tener lo que sea, siempre y cuando esté a la venta. Y es que, al final, todo tiene un precio.
Pero la realidad dista mucho de ser así. Los costos de este modelo de vida están llegando ya y están siendo tanto o más altos de lo que imaginábamos. Poner a la venta cualquier cosa está destruyendo nuestro entorno, afectando incluso el entramado social y cultural de ciertos grupos. Nos basamos en modelos de vida que sólo unos cuantos pueden darse el lujo. Queremos tener lo que ellos tienen para ser como ellos son, pero no pensamos que detrás de lo que promueven no sólo está el gusto de ser quienes son, sino la necesidad de vender algo para solventar su modelo de vida.
La realidad es que es difícil contenerse, controlarse, no querer lo que se nos presenta de manera urgente. Yo todavía sigo con el antojo del pan de muerto, salivo cada vez que me encuentro sus fotos en Instagram y desearía volver a lanzarme para lograrlo. Pero he decidido contenerme. Pienso que quizá este año no me toca, aunque seguro habrá algo que sí pueda comer, y ese algo es lo que tengo a mano: el pan que tantas cocineras a mi alrededor ponen a la venta como emprendedoras. Por su puesto que quiero viajar, lucir ropa bonita, disfrutar experiencias especiales. Aunque sucede también que en este momento quiero que mi vida vaya un poco más lento, quiero poder disfrutar la temporada de muertos sólo unas semanas al año, aprender a saborear cada cosa que llegue a mis manos, disfrutarla sin sentir que ya se me hace tarde para comprar lo siguiente. Pero es difícil, ciertamente: uno siempre puede encontrar la manera de hacer a un lado sus convicciones para seguir sus instintos y es justo ahí, en ese huequito de la voluntad, donde estará siempre el mercado.
En fin, a veces es más loable aceptar que no todo es para todos y que eso está bien porque siempre habrá algo que sí sea para nosotros, algo que de verdad nos represente y nos haga sentir no sólo saciados, sino satisfechos.
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