Por Carolina Estrada
“La tierra es de quien la trabaja”, proclamó Emiliano Zapata. Y no hay más explicación. Es una frase contundente y vital no sólo porque la carga ideológica es mucha, sino por la manera en que simplifica y habla desde la verdad. Pero hay más, porque la tierra en sí no es de nadie, sino de todos, es el verdadero y único patrimonio que tenemos. Seamos pobres, ricos, animales de otras especies o seres de otros reinos: hongos o plantas. El suelo donde nos asentamos y existimos es nuestro, pero también de nadie, porque es un patrimonio común.
¿Qué es lo que nos hace “dueños” de algo?, ¿por qué a la humanidad nos da por sentirnos dueños de la tierra? Ser dueño de algo es poseerlo, ejercer un dominio o un poder sobre una cosa o incluso una persona. Al asentarnos, hace miles de años, descubrimos el potencial de la tierra para dar, y entonces algo cambió en nuestro pensamiento, eso nos transformó y dio paso a la cultura, el artificio humano, iniciado con la fabricación de herramientas, se diversificó y exponenció. Si ya antes nos habíamos diferenciado de nuestros compañeros de vida al desarrollar un “ego”, es decir, una visión personal de nosotros mismos capaz de conducir nuestras acciones, con la invención de la propiedad nos definimos por completo: somos seres que poseen y encontramos justificación en esa posesión gracias al trabajo: “soy dueño de la tierra porque la cultivo y la exploto con mis manos, porque me esfuerzo para lograr que dé sus frutos”.
Cuando pienso que el trabajo nos hace “dueños” o nos da derechos que justifican la apropiación de un espacio, creo que en realidad el humano no es productor de nada en la naturaleza. Contrario a lo que muchos animales y otros seres vivos hacen, nosotros poco o nada colaboramos con el ciclo de vida en la tierra. Es decir, no producimos abono como hacen las lombrices que sí poseen y son poseídas por la tierra, que incluso la fabrican, por ejemplo. Tampoco somos productores de alimento para ningún otro ser vivo en el planeta que no seamos nosotros mismos o nuestras mascotas. En realidad, sólo procesamos insumos según nuestro beneficio. En la naturaleza todas las criaturas son parte de un ciclo “productivo” desde que nacen y hasta que mueren. En términos objetivos, desde una visión simplificada del balance natural, el ser humano solo produce “residuos” que no contribuyen a la productividad del planeta -ni hablar de la forma en que la entorpecen-. Entonces, ¿cuál es nuestro papel? ¿Será que nuestra “naturaleza”, nuestras habilidades de apropiación tienen que ver con lo que deberíamos estar aportando al ciclo natural de vida? Es decir, ¿un tipo de responsabilidad que va mucho más allá de la simple extracción y explotación? Donna Haraway decía: “Esto es lo que llamo cultivar respons-habilidad, en pasión y acción, apego y desapego. Esto es también conocimiento y hacer colectivos, una ecología de las prácticas. Lo hayamos pedido o no, el patrón está en nuestras manos. La respuesta a la confianza de la mano tendida: pensar debemos”:
Todo esto no es un debraye sin sentido para llegar a ningún lado y sólo hacer más preguntas. En realidad, me fui muy lejos del punto al que quería llegar, pero era necesario. Aquí lo importante es hablar de los recursos naturales de un país, de la verdadera “riqueza” colectiva. La definición de Estado surge precisamente para defender y administrar los recursos naturales de un territorio en específico una vez que proclamamos la superioridad de nuestra raza y nos apropiamos de algo. Se supone que cada gobierno dentro de un país tiene la consigna de repartir entre sus ciudadanos la riqueza que la naturaleza provee, haciéndolo de manera justa para lograr que todos tengan acceso al bienestar que, en términos generales, hoy se refiere a educación, alimentación, diversión y salud. Formas de lograr eso describen la historia de la humanidad y sus movimientos sociales.
Si los recursos naturales de un país son su verdadero patrimonio, lo lógico sería que cualquier Estado tenga por consigna primordial proteger esos recursos, es decir, velar por que no sean utilizados de manera que perjudique o dañe al común de su población. Y aquí es donde viene lo interesante. Si pensamos que la distribución de la riqueza en manos del capitalismo es inequitativa e injusta -análisis sobre eso sobran-, el Estado debería salvaguardar el bienestar mínimo de su población a través de la protección de los recursos naturales, porque ese es el bien esencial de la vida. Por eso, cualquier gobierno que diga que los pobres son primero mientras alienta la extracción de recursos o atenta contra cualquier ecosistema no puede ser amigo de los pobres.
La tierra como sustento es un principio de libertad y autonomía. La tierra que permite a sus habitantes proveerse de la alimentación que necesitan no para sobrevivir sino para nutrirse, es un bien demasiado valioso y primario, que debe protegerse. En México vivimos una crisis alimentaria causada por una mala alimentación, somos el primer lugar del mundo en obesidad infantil y el segundo en obesidad adulta[1]. En función de un desarrollo que beneficia a minorías, se ha propiciado la aceleración de la urbanización a costa de la pérdida de terreno cultivable. Pero no sólo eso, la crisis entraña mucho más porque la salud de los ecosistemas implica al mismo tiempo la salud y bienestar del colectivo. Al no estar cerca de la tierra y desconectarnos de la producción de alimento nos desconectamos también de la nutrición que necesitan nuestros cuerpos para mantenerse con vida. Cuanto más larga e industrializada sea la cadena productiva de un alimento, menos valor nutritivo tendrá.
Las selvas, bosques, cuerpos de agua y el aire que circunda la biósfera son un patrimonio de la vida, uno que los humanos estamos explotando sólo para nuestro beneficio. Pero si a eso le añadimos que el Estado, que debería procurar el bien común, beneficia a unos cuantos bajo la justificación de que el progreso traerá riqueza colectiva, el panorama se presenta diferente a lo que debería ser cualquier gobierno y más si éste se dice abanderado de las “clases populares”. Porque, cuando un gobierno dice: “primero los pobres” mientras promueve industrias que contaminan el aire que respiramos, da paso a megaproyectos basados en la destrucción y socavamiento de los recursos naturales o protege los intereses empresariales antes que el bienestar común, sabemos que el verdadero interés no es el que proclaman.
Poco a poco el telón revela más y más y podemos ver que en el fondo cualquier gobierno no es más que una forma de justificar lo injustificable. Un gobierno es un negocio, una forma de administrar “la riqueza” de tal forma que unos siempre ganen mientras se hace hasta lo imposible para que, los que siempre pierden, se queden como están sin hacer mucho aspaviento. Por eso, la tierra no es de quien la trabaja, sino de quien pueda comprarla.
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