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El valor de lo práctico

Por Carolina Estrada


Me desperté en Santa Bárbara, en un lugar que brillaba en su perfección para encontrarme con una pesadilla: un desayuno fabricado y puesto a disposición para ser servido en envases de plástico: avena en un tazón a la que solo hay que abrir y agregarle agua caliente, cereal en caja, dentro de otra bolsita, burritos y huevos preempacados, también dispuestos para el microondas; jugos y bebidas en envases de plástico. Todo listo para servirse y tirarse una vez terminado. Y lo único fresco: la fruta, etiquetado para que se vea que ha sido industrialmente producido: the american way of life. Un sueño de practicidad que conquistó al mundo o, dicho de otro modo: que se está comiendo al mundo. Algo que en nuestro país también se ha vuelto demasiado normal. Pero que dista mucho de serlo porque, ¿de verdad la comida es así?

Y aunque quise, repitiéndome que una vez no le hace daño a nadie, no pude, tuve que desperdiciar el desayuno incluido en nuestro hospedaje para ir a buscar algo un poquito más vivo, un poquito menos contaminante. Y entonces, desayunando algo que al menos fue servido en un plato, empecé a preguntarme el porqué de esa practicidad, ¿de dónde ha venido esa idea de que comer debe ser un acto rápido, un trámite?, ¿en qué momentos es de verdad necesario comer así, como si estuviéramos en el espacio y no pudiésemos cocinar o servir la comida de una forma un poco más pausada, más viva? Porque, aunque parezca una práctica común y socialmente aceptada, obtener el desayuno de una caja o poner comida dentro del microondas es algo relativamente nuevo.


Y es que la raíz de estas prácticas tiene mucho más de bélico y destructivo que de nutritivo. Si lo pensamos bien. En este mundo nuestro donde el sino y el sentido es el capital, todos los grandes avances tecnológicos y evolutivos de la humanidad pueden y deben tener un fin práctico. Ahí están los agroquímicos provenientes de las industrias farmacéuticas impulsadas durante la Primera y Segunda Guerra Mundial, las toallas sanitarias, los pañuelos de papel o las lámparas solares. Y es que, ¿de qué sirve por ejemplo que el hombre haya pisado la Luna y esté en pos de la conquista espacial si no se puede comercializar de algún modo ese éxito? Pienso en este caso que la comida pre empacada quizá no sería tan exitosa si no nos hiciera sentir un poco conquistadores también. ¿De qué?, quizá del tiempo que consideramos perdido en cocinar o disfrutar de una comida lenta, servida para consumirla y disfrutarla.


En fin, hablando de historia, el primer alimento “espacial” se sirvió en el proyecto Mercury, en agosto de 1961, cuando John Gleen experimentó por primera vez el consumo de alimentos sin la presencia de la gravedad. Éste fue una compota de manzana. Más adelante, con el avance de la carrera aeroespacial, la nutrición de los astronautas comenzó a ser un tema mucho más importante para la ciencia. Así, preguntándose cuáles serían sus necesidades alimentarias y quizá también sus deseos, se crearon desde tubos con sopa, aperitivos deshidratados y “guisos” un poco más elaborados con la posibilidad de ser hidratados a bordo.


Durante los 10 vuelos del programa Gemini (1964 a 1966), de la Nasa, se puso en marcha un programa para mejorar el sabor, textura y, al mismo tiempo, lograr un mayor control sanitario de los alimentos, tanto que dichos esfuerzos dieron lugar a una forma especial de procesar los alimentos y que hoy se conoce en la Industria de la alimentación como la HACCP o Punto Crítico de Control de Análisis de Riesgos, por sus siglas en inglés.


Actualmente la alimentación en el espacio ha avanzado tanto que es posible incluso cocinar algunas cosas a bordo de una nave y se trabaja en la posibilidad de cultivar alimentos en el espacio. Pero la comida pre empacada no tuvo su origen en la alimentación espacial, aunque ciertamente esos avances y descubrimientos sirvieron para revolucionarla. En 1954, Gerry Thomas comenzó a comercializar los primeros productos alimenticios pre empacados y que sólo requerían ser calentados en microondas. Justus von Liebing, químico alemán pionero en la química orgánica y quien realizó estudios enfocados en mejorar las plantas e impulsar la agroquímica, realizó avances muy significativos para la conservación de alimentos con lo que se conoce como “el extracto de carne” y que es el precedente del empacado de muchos guisos comercializados hoy en día.


La realidad es que el siglo XX y sus conflictos armados han dejado un montón de inventos útiles a la humanidad, aunque el costo haya sido pagado con sangre y horror. El microondas, ya lo sabemos, no habría sido posible sin la bomba atómica y, aunque reslute contradictorio, la energía atómica puede ser la más limpia si se maneja de manera adecuada. Y por otro lado, insecticidas, bactericidas e incluso fertilizantes utilizados para producir los alimentos que consumimos, son causa de la inventiva bélica:


Por primera vez en la historia del mundo, todo ser humano está ahora sujeto al contacto con peligrosos productos químicos, desde su nacimiento hasta su muerte. Todo esto se ha producido a causa de la súbita aparición y del prodigioso crecimiento de una industria de fabricación de materias sintéticas con propiedades insecticidas. Esta industria es hija de la segunda guerra mundial. En el curso del desarrollo de agentes químicos para la guerra, algunas de las materias fueron descubiertas como letales para los insectos. El hallazgo no se produjo por casualidad: los insectos fueron ampliamente usados para probar los productos químicos mortales al hombre (Primavera Silenciosa, Rachel Carson).


Pero el tema más peligroso quizá sea el de la artificialidad, el de la necesidad humana por separnos de la naturaleza, por dejar de depender de ella. Si bien es cierto que al cultivar estamos ordenando, manejando y controlando de alguna manera la materia obrada por ésta, lo cierto es que aún seguimos sujetos a los ciclos de cambio de las estaciones y al clima de las regiones cultivables. Pero la comida preempacada es una excepción, es un paso más por autoconstruirnos ya sin depender de lo natural; sujeta a disposición de ser comida cuando sea, se trata de un intento por acercarnos a la autoconstrucción, al autoabastecimiento pero, ¿es esto de verdad posible?, ¿podemos seguir pensando que somos un ente separado, distante y tan distinto del mundo natural?


Quizá ni siquiera nos hemos preguntado si de verdad somos tan diferentes a todas las demás especies que pueblan la Tierra. Pensamos que el lenguaje, la inteligencia y el artificio nos hacen especiales, que hemos seguido una evolución distinta y probablmente más acelerada, pero se nos olvida que no hay un juez que lo juzgue todo y que somos nosotros mismos quienes medimos el mundo con nuestros lenguajes e instrumentos y así, ¿quién puede decir que de verdad estamos en lo correcto?


Y es que más allá de la superioridad humana sobre otras especies naturales, hay un tema que me inquieta mucho más: el de nuestra “naturaleza”, de aquello a lo que de verdad estamos adaptados y ante lo cual respondemos. En ese afán de experimentar, de conquistar, de ser independientes de los arbitrios naturales, es muy seguro que estamos siendo descuidados con nosotros mismos. No se trata sólo de la comida, sino de todo lo que involucra nuestro actuar y nuestra supervivencia como especie. Es muy probable que el afán de seguir nuestra propia inventiva sin pensar en el sentido y esencia de los fenómenos que conocemos como “naturales”, nos está llevando a atentar contra nosotros mismos. Así, eso que nosotros presumimos como el poder de conocimiento, como la ciencia, sea quizá un conocimiento parco e incipiente del todo en su conjunto que, al llevarnos a mover algunas cosas por aquí y por allá, está alterando de tal modo nuestro ecosistema que no sólo las demás especies estén hoy en peligro, sino también sí, la propia humanidad. Y ese es un peligro que debería advertirnos más: para la historia de la Tierra somos apenas un suspiro. Ella puede encargarse de arreglar el desastre, pero quizá el desastre acabe por llevarnos también consigo.


Y bien, por supuesto que si consumía ese desayuno por un día no iba a pasar mucho, mi organismo habría respingado un poco, pero no más allá. El problema está cuando el consumo y la mercadotecnia se ponen antes de la salud y el bienestar y cuando se nos incita a creer que lo que es una excepción puede ser sostenido de continuo.


Algo para pensar…

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