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La Nueva Era también es consumista

Por: Carolina Estrada


“El cambio”, “el resurgimiento”, “el nuevo orden”, “la nueva era”… son términos que perseguimos cada cierto tiempo con la esperanza de hacer un borrón y cuenta nueva que por fin acabe con nuestros vicios y nos llene de virtudes y buenas prácticas, como si tal cosa fuera posible y como si la propia naturaleza del ser humano y la realidad no incluyera de por sí todo eso que nos agobia y hasta nos avergüenza, y de lo que no podemos huir por más que lo intentemos.


Quizá por eso es que buscamos afanosamente esos momentos, esas recetas, esas prácticas que nos lleven a depurar, a desintoxicar, a borrar y a sanar todo el vicio, las malas prácticas, los excesos; y nos den un "reseteo" para poder comenzar de cero, como recién nacidos, inmaculados y perfectos otra vez. Pero, si lo pensamos bien, eso es algo inexistente; el vacío es un espejismo, porque la naturaleza misma tiende al lleno. La naturaleza no soporta el silencio, y lucha por llenar cada pequeño rincón, por abarrotarlo y abigarrarlo con la vida misma, nos guste o no nos guste.



En el día a día están esas prácticas, esas cosas que hacemos para tomar un respiro y continuar, esas que nos desintoxican y nos alejan del estrés que produce la vida, el consumismo, el ruido, el mercantilismo, el abarrotamiento que implica vivir en esta galaxia en el planeta Tierra en el 2020; así, prácticas como la meditación, yoga, dibujar, iluminar, bordar, tejer, cocinar, escribir, sembrar, leer o incluso simplemente pasear por ahí, caminar y desconectarnos de todo se convierten en promesas para alejarnos de esa vida plástica y uniforme que solemos vivir, donde la gente tendemos a querer las mismas cosas al mismo tiempo y a desecharlas con una velocidad de vértigo.


Parecía que después de esta pandemia algo en la humanidad tendría que transformarse desde dentro, que algo tendría que cambiar de una vez y para siempre por el simple hecho de haber llegado a un punto de no retorno, donde ya no es posible deshacer lo hecho, recomenzar, quizá. Porque al parecer, vivir deseando el Apocalipsis no ha sido suficiente, hemos necesitado integrarlo también a nuestra cotidianidad, familiarizarnos con él hasta tal punto que pudiera convertirse en algo incluso apetecible y, por su puesto, en algo vendible.


Y es así como llegamos a ese punto en el que un cubrebocas, que implica una anormalidad, algo con lo que no queremos vivir, una limitante, una forma de separarnos del entorno -porque, ¿qué mayor forma de simbiosis con la vida, con la gente a nuestro alrededor que la respiración compartida?-, se ha convertido en un artículo de moda a tal punto que puede incluso ser un accesorio de lujo, un elemento que nos permita también mostrarnos y diferenciarnos de los demás, decir quiénes somos, cuánto dinero podemos ganar y sí, venderse como algo que queremos tener.


Pero no es sólo eso, es también la forma en que nuestra vida, en que el código de nuestra era, el mercantilismo, ha permeado en cada cosa que somos. Así, la práctica de la meditación, por ejemplo, puede venderse, acondicionarse con los elementos adecuados para que la experiencia sea mucho más agradable: desde inciensos hasta mantas, bancos especiales y un largo etcétera; incluso el arte mismo de la reclusión puede ser una forma de intercambiar un bien por dinero, ¿qué tal una experiencia de reclusión de una semana dibujando con acuarelas, haciendo “hechizos” y cocinando en un bonito rancho alejado del mundo? Sí, suena padrísimo, ¡y qué mejor si el costo está en dólares aunque se realice en México!. Y es que es verdad, necesitamos que la experiencia sea algo comercializable, que se pueda adquirir para poder ser valorada, porque ¡qué simple que sólo suceda!

Otro ejemplo: bordar, una práctica que promete devolverle a uno la tranquilidad y la serenidad, alejarlo del estrés mientras crea bellas composiciones utilitarias que en muchos casos llegan incluso ser casi obras de arte, puede ser también una forma de sacar mucho dinero. Hoy en día, marcas de lujo han logrado aprovechar la práctica para vender un kit completo de bordado con algún accesorio que el consumidor mismo debe bordar, por su puesto, haciendo gala de su emblema o monograma. Pero claro, la experiencia es lo que importa y no cuánto se va uno a gastar por hacer algo que en sí debería de ser una composición ya no digamos personal, sino artesanal. En fin, cada quién sabe en qué gasta su dinero.


Pero es cierto, todos, todos necesitamos vivir de algo, tener dinero, porque al fin y al cabo, el dinero es la forma en la que vivimos. Así que no podemos sacralizar nada ni tampoco ponernos tan especiales a la hora de vender. No se trata de crear un código moral y ético de lo que se puede y no se puede vender. Esto no es más que un ensayo, en el sentido más simplón del término ensayar, se trata de plantear preguntas que quizá no van a ningún lado, pero que igual es necesario hacernos.


Y algunas de esas preguntas son: ¿podemos construir un futuro diferente desde donde estamos? ¿Nos ha cambiado la pandemia de verdad o será que ya la normalizamos? Y, al fin y al cabo. ¿no es eso sobrevivir?


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