Por Eduardo Higuera
Una prensa libre puede ser buena o mala, pero sin libertad, la prensa nunca será otra cosa que mala.
Albert Camus.
Hay momentos en los que uno necesita escribir su opinión y poner en letras lo que siente, piensa y reflexiona a pesar de que, técnicamente, uno no es experto. Para mí esta es una de esas ocasiones.
Y es que mis jefazos y amigos de El Aguachile, cuando convocaron a los que tenemos el gusto de colaborar, pusieron sobre la mesa el tema de la situación de la prensa en México y nos lo plantearon como tinta y plomo. No podía dejar pasar la oportunidad.
Esto porque, de inmediato, el tema me movió una parte profunda de mi ser, al tiempo que me despertaba una profunda incertidumbre. El periodismo, de una forma u otra, ha estado presente en mi vida desde los 17 años y al mismo tiempo soy un extraño a la profesión.
Inicié en un semanario de nota roja en Tamaulipas, cuando apenas iba alcanzar la mayoría de edad y me toco ver cosas que no imaginaba posibles entonces, de la misma forma me enviaron a vender “propaganda y espacios publicitarios” a los diversos altos funcionarios de Tamaulipas, donde vivía, mostrándome de primera mano algunos de los aspectos más típicos de lo que es la corrupción y colusión entre medios y poder político en nuestro país.
Ahí empezó mi extrañamiento con los usos y costumbres de esta profesión, al negarme a tomar notas cruentas y difamatorias y no vender comisiones. Siete meses anduve en eso y no gane nada, excepto madurez y experiencia, porque no me pagaron al no entrarle.
Desde entonces he podido atestiguar la violencia contra los medios de comunicación y aquellos que decidimos ser parte de ellos. Una violencia sorda, amenazante como la nube de tormenta que oculta el sol y promete una inundación.
Compañeros corridos, notas rechazadas, líneas editoriales, “sugerencias” de enfoques a cambio de prebendas son algunos aspectos de esta violencia. Muy raro era el caso en el que alguien terminara agredido físicamente, a menos que fuera en un pleito de cantina, y casi nunca el precio de trabajar era la vida en los medios del mainstream.
Esto ha cambiado, para peor.
Casi todo el siglo XXI la prensa mexicana se ha tenido que someter a diversos poderes y cada nuevo opresor busca más control que el anterior y el precio que se paga por desobedecer es más alto, a veces impagable con otra cosa que no sea la sangre y vida de los comunicadores.
Si bien no hemos sufrido la muerte de ningún icono de la prensa, como cuando asesinaron a Buendía, si hemos visto que las agresiones, los golpes, la destrucción de equipos, el despido o condicionamiento de la actividad informativa, el retiro de publicidad oficial como forma de presión, la exhibición inconstitucional de medios y periodistas incómodos y en muchos casos la muerte, especialmente en provincia, han aumentado de manera terrorífica.
Hace unos meses me comuniqué con el personal de Artículo 19 México para escribir del caso de ataque a la credibilidad y acoso cibernético de parte de Simón Levy a Lourdes Mendoza me topémas con un dato escalofriante que me proporcionó la ONG: cada doce horas se agrede a una persona de los medios de comunicación en México.
Esas son en promedio 60 agresiones mensuales y 720 al año. Y si el número no parece grande debemos recordar dos cosas, las agresiones van desde amenazas hasta la muerte y México es el país con más muertes de periodistas en el mundo, fuera de una zona de guerra (claro en nuestro país tenemos nuestra propia guerra interna de baja intensidad a causa del predominio del narco, pero es otro tema).
Por todo esto yo me declaro ajeno al periodismo, o mas bien un caso aislado y único. A pesar de mis colaboraciones y trabajos nunca he recibido censura, amenazas o agresiones más allá de las vociferaciones provenientes del mundo virtual de las redes sociales. Soy un comunicador privilegiado por los espacios, jefes y oportunidades que se me han presentado, trabajando en plena libertad.
Sin embargo, aunque esto no me aísla, sé que soy una excepción y el gremio se encuentra bajo una presión cada vez más grande. Abandonados por el gobierno transformacionista, estigmatizados por los militantes de cualquier partido en el poder, atrapados por décadas de malas prácticas que lo ha transformado en un ente dependiente de la corrupción y el capitalismo de cuates, cazado por el CO y en especial por los grupos rivales de narcos.
Es por esto que la sociedad en general es imperioso que la sociedad pueda entender que el periodismo no es militancia o alabanza al poder en turno. Que si un periodista combativo se vuelve sumiso quiénes perdemos somos todos, menos el poder. Que la labor es criticar y que cada vez que se proponen leyes “de control de calidad” a los periodistas en realidad se busca que usted, yo y todos los mexicanos cedemos terreno y perdemos el control que podríamos ejercer sobre nuestros diputados, presidentes municipales, secretarios de estado, senadores, gobernadores y sobre todo del presidente de la república, el cual no es otra cosa que nuestro empleado, él cual se porta como si fuera el patrón del changarro.
La tradición priísta de control de la prensa y la opinión pública surgida en el siglo XX no solo sigue presente, sino que el neopriismo guinda la ha reavivado, con todos los efectos antidemocráticos y de incremento del riesgo a los informadores y los medios.
La denostación, aunada a la violación del estado de derecho que se hace cada mañana desde palacio nacional han generado la certidumbre de que ser periodista es vivir con una diana de tiro al blanco en el pecho y, cada vez más, genera un aislamiento social hacia el gremio que lo deja en la mayor indefensión ante los poderes autoritarios y criminales a los que se enfrenta.
En el imaginario colectivo ser periodistas o comunicador es sinónimo de plata y tinta pero en realidad, en casi todos los rincones de nuestro país, es una cuestión de informar y arriesgarte a morir. Tinta y plomo, que dejan manchas carmesíes que nos salpican a todos, sin excepción.
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