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Por Carolina Estrada Gutiérrez


Pensar en la historia de la evolución humana es un ejercicio de perspectiva que abarca no sólo el pasado, sino que quizá es la forma más certera de predecir el futuro o al menos alcanzar a atisbarlo con un poco más de veracidad. ¿A dónde nos lleva el presente viniendo de donde venimos?

Pensamos en los seres humanos primeros, los homínidos, como una banda de salvajes peludos que deambulaban de aquí para allá en busca de comida, haciendo no otra cosa que sobrevivir, sin tiempo, sin recursos y sin capacidad para crear más nada que burdas y primitivas herramientas que les permitieran cazar y manipular de algún modo sus alimentos. Pero olvidamos fácilmente que en esos primeros homínidos está la semilla de todo lo que somos y que incluso, ese cerebro que tanto nos enorgullece por su tamaño, era en algunas especies más grande que el nuestro hoy en día, dado que la inteligencia es mucho más sofisticada de lo que pensamos y obedece a factores más diversos que el tamaño de la masa encefálica.


Con la llegada de la agricultura todo parece haber cambiado de golpe. Y hay quien dice que es el comienzo de los grandes problemas sociales humanos, empezando por la alimentación. Esa primera manipulación de la naturaleza, cuando el hombre recibió el fuego de Prometeo y con éste aprendió a… ¿cocinar?, trajo una serie de cambios que sentarían las bases de todo lo que somos y quizá moldearían de formas inimaginables e irreversibles a nuestra propia raza, cambiando con ello el destino de todo el planeta. Con el fin de llegar a un punto, hagamos un poco de historia de manera burda y general, pasando por alto un montón de detalles importantes y amalgamando la historia de varios homínidos: cocinamos, nos establecemos, cultivamos, criamos animales, creamos comunidades para defendernos y cuidarnos, inventamos dioses o simplemente creamos unos más sofisticados, inventamos la propiedad privada, sometemos a las mujeres al cuidado de la casa y de los hijos, empezamos a pelear con el vecino, hacemos de la guerra una forma de vida, comenzamos a escribir, fundamos civilizaciones, sometemos al vecino y a todo el que se pueda someter a los caprichos de unos cuantos a punta de violencia. ¡En fin!, que la violencia acá tiene un papel preponderante. Se podría decir que es la reina de la historia. ¿Por qué? Porque está en nuestra naturaleza, hay quien también lo cree, porque la naturaleza misma es violenta y ya, así de simple. ¿Pero es irremediable entonces? ¿No hay más qué hacer?


Es verdad que la naturaleza es violenta y que eso es irremediable. ¿Quién puede comer sin violencia? Pero la violencia humana es mucho más sofisticada que el simple acto de tratar de conseguir alimento o defenderse de otros depredadores. El depredador humano por excelencia es el propio humano, por lo que la violencia tiene un carácter mucho más desarrollado y éste es el punto al que quiero llegar. Con la fundación de comunidades y después de civilizaciones, las sociedades se complejizaron a tal grado que la lucha por la propiedad -llámese tierra, mujeres, alimentos u otros bienes-, trajo consigo, por una parte, la acumulación, pero por la otra la inseguridad. Con tal de tener seguridad y comida, el hombre común entregaba su libertad -si bien le iba cuando ésta no le era robada por la fuerza-, creando sociedades que pasaron de ser sistemas más o menos complejos de castas, a sociedades feudales donde el señor “protegía” a sus siervos a cambio de que éstos le sirvieran para cualquier cosa que éste necesitase -de sobra está hablar de los abusos-. Con la idea de nación, con la identificación de un grupo a una tierra y una identidad en común, nace ese intercambio en el que el hombre entrega su libertad a cambio de la protección mayor del Estado.


Luchas incansables por la libertad que acabaron y aún hoy siguen acabando en nuevas formas de explotación y abuso, dieron lugar al momento en que Rousseau desarrolló su idea de “contrato social” originado en el pacto que el propio pueblo hace consigo mismo, depositando la esencia de su poder y soberanía en un Estado que puede adoptar diversas formas de gobierno que le permitirán normar y ordenar al pueblo en busca del bien común, siendo la soberanía del pueblo el único y verdadero aval de dicho poder.


¿Qué pasa cuando las cláusulas del contrato social se han roto de tantas formas posibles que los ciudadanos ya no pueden convivir con la idea misma de un Estado? ¿Pueden los ciudadanos prescindir de algún modo de su gobierno o crear una forma de autogestión alterna a los caprichos del gobierno en turno? A cambio de seguridad, educación, salud y la creación y preservación de un clima general de bienestar, los ciudadanos entregamos no sólo nuestra libertad, sino también pagamos parte de nuestros salarios e ingresos para mantener los servicios de la burocracia y toda la estructura de gobierno que nos sostiene. En México hay casos en que ese contrato social se parece más al “derecho de piso” que las bandas de narcotraficantes y delincuentes cobran por dejar hacer y ser a los pobladores de una comunidad, que al pacto social de un pueblo soberano, porque ni el propio Estado puede garantizar la seguridad de sus ciudadanos y hay casos en los que tiene que echarse para atrás frente a las bandas criminales que operan en el país.


Un Estado corrupto, que no atiende las necesidades mínimas de sus ciudadanos y utiliza el poder para sus propios fines, sean estos cuales sean, y que mediante el uso de la violencia establece el orden social por la fuerza, puede desencadenar en la creación de formas de autogobierno en las que los propios ciudadanos se organicen para mantenerse seguros y procurar su propio bien común. ¿Qué hacían las bandas de neanderthales antes del pacto social? Vivir, convivir y sobrevivir con las pocas herramientas que eran capaces de construir. Cierto, tampoco era un escenario ideal. ¿O sí? Hoy tenemos tanta tecnología a nuestro alcance que la vida debería ser mucho más fácil de sobrellevar de manera soberana, por ejemplo, para producir y cultivar nuestros propios alimentos.


Una sociedad tan globalizada como la nuestra, donde las fronteras se difuminan cada vez más o donde la xenofobia hace tan complicadas las migraciones, dificulta la posibilidad de un ser humano autogestivo y comunitario en constante movimiento, pero no podemos olvidar que la historia humana es demasiado corta frente a la historia misma de la evolución natural del planeta.


Si podemos cambiar nuestra alimentación para llevar una dieta cetogénica como la que llevaron nuestros ancestros, también podemos cambiar nuestra forma de vivir en comunidad, incluso nuestro sedentarismo. ¿Qué hace falta? Cada quien debemos preguntárnoslo, quizá hace falta voltear a ver mucho más lo que tenemos cerca, tratar de arreglarlo, incidir de manera local cambiando nuestro estilo de vida mismo, dejando de ser esclavos del mercado y de lo que éste nos exige para volvernos mucho más autogestivos porque ningún gobierno va a venir a cambiar lo que está pasando a nuestro alrededor, simplemente porque ya no es posible, porque el propio gobierno está rebasado, cuando no demasiado ocupado en acaparar más y más poder para asegurar el bienestar y la seguridad de unos cuantos.


Así, creo que el contrato social del que habló Rousseau está empezando a perder vigencia y que hoy lo comprueban los movimientos feministas que buscan devolver a la familia el rol preponderante como unidad básica de cohesión social, pero siempre con la mujer emancipada y libre; que buscan dar una perspectiva mucho más conservacionista y creadora al desarrollo social, protegiendo el entorno natural; dando prioridad a modos de vida más “lentos”, frente al consumismo voraz del mercado. ¿Será que el fin del contrato social como lo conocemos hasta ahora también acarreará el fin del capitalismo o su transformación radical?


@carolinaeg

Por Vicente Amador


Si nos preguntaran qué tan corrupto consideramos es México, en una escala del uno al diez, ¿qué calificación le pondríamos? Transparencia Internacional acaba de publicar los resultados sobre la percepción de corrupción de 180 países, un corruptómetro que considera la opinión de analistas, empresarios y académicos.

En el contexto internacional, los países con la peor percepción de corrupción fueron Somalia, Sudán del Sur, Siria, Yemen y Venezuela, que están entre los 9 y los 16 puntos sobre cien. Sin duda, reprobados. Los mejor evaluados fueron Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Singapur, Suecia y Suiza; cada uno de ellos obtuvo entre 85 y 87 puntos.


Transparencia Internacional también nos dice que más de dos tercios de los países —incluidas las economías más avanzadas del mundo— muestran signos de estancamiento o de retroceso en sus esfuerzos anticorrupción. ¿Nos cansamos de dar la batalla? ¿bajamos la guardia?


“Se nos acabó la vergüenza. Antes robar daba pena, ahora celebramos socialmente las fortunas de los corruptos”, respondió una amiga, quien inmediatamente completó su argumento tarareando Cambalache, de Enrique Santos Discépolo: «Hoy resulta que es lo mismo / Ser derecho que traidor… / Si uno vive en la impostura / Y otro roba en su ambición / Da lo mismo que sea cura / Colchonero, Rey de Bastos / Caradura o polizón».


La pregunta obligada es, ¿cómo le fue a México? En 2019 obtuvimos una calificación de 29/100. Mejoramos un punto respecto al año anterior. En otras palabras, tenemos la impresión que México es un poquito menos corrupto. Es algo positivo porque se detiene la caída continua advertida desde el 2015.


No sé si mi madre habría celebrado que, en mi infancia, hubiera llegado feliz a casa argumentando una mejoría porque subí, de un año a otro, un punto sobre cien. Por supuesto, peor sería ir hacia atrás. Para mayor contexto consideremos que estamos en la posición 130 de 180 países evaluados. El año pasado estábamos ocho lugares atrás.


En el grupo de países de la OCDE, seguimos hasta el final, en la posición 36 de 36. Por otro lado, se entiende que la lucha anticorrupción del Presidente López Obrador tiene un efecto en la percepción de los ciudadanos. Ha sido uno de sus caballos de batalla. Por ello, me animo a pronosticar que el siguiente año seguiremos mejorando en el ranking si consideramos, también, que estos resultados incluyen en su medición algunos meses del sexenio anterior. Sin embargo, en adelante, la percepción no cambiará significativamente mientras no veamos criminales, “de los de a de veras”, en la cárcel. Usted conoce bien los nombres de esos corruptos de cepa.


A nivel de tierra, cada ciudadano tiene en sus manos una decidida participación en la lucha anticorrupción justo en ese instante de libertad, ese espacio temporal determinante antes de ofrecer o de aceptar un soborno, por ejemplo. Me refiero a ese preciso momento en el que no sacamos el billete, ese momento del que depende en gran medida que realmente seamos un México libre de corrupción.


@VicenteAmador

Por Sergio Anzaldo Baeza


Si el debate público es una característica fundacional de la vida democrática, nosotros estamos en pañales. Por lo menos es lo que sugieren las críticas a las criticas que con nombre y apellido le gusta lanzar a AMLO a la primera provocación. Pareciera que en muchos espacios predomina una cierta añoranza a lo políticamente correcto, sin considerar que en nuestro caso nunca existió y que, además, la coyuntura social, política y mediática hoy lo hacen políticamente inviable. Echemos un vistazo al túnel del tiempo.



No olvidemos que el punto 7 del pliego petitorio del Movimiento del 68 era diálogo público, misma demanda que fue atendida con una madriza pública el 2 de octubre. Y que luego se reiteró esta misma respuesta el 10 de junio de 1971.


De hecho, durante este periodo el preciso era prácticamente inaccesible y, acaso, se le podía ver a lo lejos en eventos muy programados y difundidos puntualmente por los medios que ahora denominamos tradicionales, sin derecho a cuestionamiento o réplica alguna.


Los límites de este modelo de comunicación política para generar consensos empezaron a ser tan evidentes que José López Portillo, víctima del vacío político de la propia clase política que se negó a presentar un candidato que compitiera con él en la campaña presidencial de 1976, inventó un foro para acercarse a esta propia clase política y entablar un incipiente diálogo entre ellos con sus fastuosos Encuentros de la República. Miguel de la Madrid tuvo que armar una pasarela pública de seis distinguidos políticos para procesar al interior de su partido la designación de su candidato a la presidencia de la República. Ni aun así evitó la ruptura interna.


Salinas estaba en lo suyo y de plano declaró que ni veía ni oía a la oposición. Sin embargo, y posiblemente a pesar de él, tuvo que permitir el primer debate presidencial que, por lo acartonado y controlado del formato, más bien aletargó al respetable.


Zedillo mejor planteó su sana distancia y le levantó la mano a Fox. Pero esta sana distancia tuvo, entre otras consecuencias, ciudadanizar al otrora IFE que impulsó varios debates presidenciales. Como dato curioso, recordemos que, para constatar la ausencia de entrenamiento en la cultura del debate por parte de lo más granado de nuestra clase política, Labastida contrató a uno de los consultores gringos más renombrados de aquel momento que le cobró por hacer el oso en cadena nacional al acusar a Fox de “me dijiste mariquita, me dijiste mandilón…”.


Fox mejor dejó en manos de Martita y de Televisa vía Bernardo Gómez el diseño estratégico de la comunicación institucional, y a su vocero la rectificación cotidiana de la versión oficial de su gestión pública. O sea, lo que el señor presidente quiso decir…


Durante la campaña presidencial del 2006 el IFE y los partidos políticos siguieron organizando debates aburridos con los candidatos. Sin embargo, la nota del primero de éstos fue la ausencia de AMLO que no asistió porque pensó, acertadamente, que le iban a echar montón. A partir de ahí quedó claro que la peor táctica de comunicación política es dejar la silla vacía.


A Calderón y Peña les gustaba mucho el salón Adolfo López Mateos de los pinoles, donde organizaron la mayor parte de sus eventos con públicos controlados y cobertura de prensa, también controlada y sin chance para preguntas y respuestas. Claro que también gustaban de las giras nacionales e internacionales, siempre y cuando la dinámica con la prensa fuera la misma. Este ordenado esquema de comunicación también tuvo bemoles. El equipo de Calderón se vio en la necesidad de aclarar públicamente que si trabajaba por las tardes y no se dedicaba únicamente a empinar el codo. El personal de Peña llegó a tener oídos y garganta inflamados por tantas llamadas telefónicas que hacían todos los días a los amigos de los medios a fin de precisar el criterio editorial que les interesaba destacar.


En este breve e injusto recuento, el diálogo, el debate y confrontación personal de la clase política en el gobierno se reducía prácticamente a las comparecencias en las cámaras de diputados y senadores y a los periodos de campañas políticas. Las entrevistas con los periodistas además de esporádicas excepcionalmente no eran a modo.


Los encuentros para debatir con grupos de la sociedad civil eran inusitados, como el encuentro de Javier Sicilia con Felipe Calderón en junio de 2011 en el Alcázar del Castillo de Chapultepec o como la rueda de prensa abierta de Murillo Karam sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapan, que concluyó con la tristemente célebre frase: ya me cansé. Fueron golondrinas que no hicieron verano.


En este contexto, tanto las mañaneras como las giras y encuentros que AMLO realiza de manera cotidiana representan un modelo de comunicación que, con independencia de las barrabasadas que se cometan, difícilmente los equipos que lleguen a la presidencia en los sexenios por venir podrán obviar.


Con las mañaneras como Jefe de Gobierno, AMLO logró sustituir a la tele por la radio como el principal medio para difundir las primicias. Con las mañaneras como presidente, se mete al nuevo y efímero ciclo informativo de las redes sociales, que se renueva varias veces al día. Con sus declaraciones políticamente incorrectas se posiciona en una sociedad cada vez más fragmentada y polarizada, tomando claramente partido por un fragmento social. Con sus recurrentes clases de historia y su vehemencia para regañar incluso al respetable, da la batalla persuasiva contra quienes demandan atención inmediata a sus reclamos personales.


Para bien y para mal, AMLO nos está acostumbrando al debate público. Supongo que la próxima administración, cualquiera que sea, estará obligada a mantener la comparecencia cotidiana de sus acciones y omisiones ante los medios de comunicación, so pena de ver drásticamente reducidos sus márgenes de gobernabilidad como sucede en otras partes del mundo. Nos guste o no, en una democracia la batalla política se da en la cabeza de las personas armadas con un smartphone en la mano. Hoy no hay condiciones para rehuir el debate público.

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