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Por: Carolina Estrada


Pareciera ser que con el surgimiento de la humanidad nace la idea de la catástrofe, del fin del mundo y de todo lo conocido. Los vikingos lo llamaron Ragnarok, la batalla final emprendida por los dioses. La tradición judeocristiana lo conoce como el Apocalipsis, tomado del libro escrito por el apóstol Juan en el Nuevo Testamento, y que da cuenta de la forma en que el mundo conocido terminaría para dar paso a una nueva era donde Dios por fin reinaría entre los hombres. Y así, de historias de horror y gloria catastrófica hay un montón.



¿Será que la humanidad o se siente muy amenazada desde siempre o de algún modo su inconsciente le incita ya no sólo a temer un fin, sino hasta a desearlo? Porque, seamos honestos, a veces es un poquito aburrido gobernar la Tierra a nuestro antojo sin que nada ni nadie pueda hacernos frente -al menos en teoría, claro.

Para aquellas personas nacidas entre los años 80 y 90 del siglo pasado, la idea de la catástrofe era algo más bien romántico, algo intangible que inspiraba historias de pandemias, invasiones alienígenas o desastres naturales que servían como tema para películas, series y libros de fácil consumo donde al final, otra vez la humanidad salía victoriosa y daba cuenta de su grandeza. Este año, esa generación que creció en la alfombrada gloria de la modernidad y la tecnología post Guerra Fría, está apenas conociendo el significado e impacto de una crisis humanitaria de grandes proporciones. Lo que para nuestros padres y abuelos es algo natural, parte incluso de la vida misma, para el “millenial” promedio es algo completamente fuera de serie, inaudito cuando se le toma en serio, y que sólo había vivido en la ficción que tanto le gusta consumir.



COVID-19 nos ha mostrado que vivimos en realidades paralelas, que la humanidad se divide en diversos tipos y que la idea de “igualdad social” no es más que una falacia que consuela nuestras afectadas conciencias consumistas porque mientras algunos toman el confinamiento como unas vacaciones obligadas: haciendo desde macramé, hasta alfabetizando sus bibliotecas, tomando clases a distancia y leyendo; otras lidian con el tremendo proceso de la crianza 24/7, ya sin guarderías, centros escolares o una red de familiares y amigos que puedan sostener el cuidado de los hijos. Y ni qué decir de la mitad, casi la mayoría de la población en México para quien hablar de parar simplemente es una infamia. Esas personas que viven al día, esos cajeros que siguen atendiendo los supermercados para que la clase media se vaya a sus casas a hacer trabajos de jardinería y subir el consumo del agua hasta en 90% -como sucede por ejemplo en municipios como Atizapán de Zaragoza en el Estado de México-; o los repartidores de comida que se arriesgan todos los días, a todas horas, a contagiarse y que además no gozan de ningún tipo de seguro médico o siguiera de desempleo, porque la economía Millenial ha inventado todo tipo de empresas súper cool que le dan “autonomía” al trabajador a cambio de absolutamente nada.


Se dice, se quiere creer, que después de esta pandemia la humanidad no será la misma; que así como el Renacimiento comenzó cuando la Peste Negra acabó con un estimado de 25 millones de personas en Europa y Asia durante 1347 a 1353, también nuestra humanidad saldrá adelante renovada, otra; que acabaremos con la desigualdad social y las injusticias que cometemos en contra de la propia Tierra así nada más, de un plumazo, porque la pandemia nos habrá dado una lección tan dura que, así como se narra en los escritos bíblicos, seremos otros. Y mientras tanto, sólo hace falta guardarse en casa -los que puedan-, inventar bonitas actividades en familia para pasar el rato y esperar el surgimiento de una humanidad renovada y pura.



Por el momento, allá afuera va a existir siempre esa otra humanidad que no puede parar, esa que está obligada a convertir en insumos todo lo que los otros necesitamos para aislarnos, para vivir cómodamente el confinamiento, porque la pobreza no es un mal para la humanidad, es un mal para quien la sufre, pero no para quien se sirve de ella como negocio. Mientras haya tantos pobres que puedan trabajar para que otros estemos cómodos, difícilmente alguien va a hacer algo para ver por sus intereses. Para las personas que guían las empresas de este país urge superar la crisis sin afectar la economía, ni hablar de dar oportunidad a quienes dirigen de irse a sus casas con sueldos pagados durante este momento, lo importante es rescatar la economía, porque, en su humanitaria forma de pensar, su papel social es “crear empleos” y no quieren ver más allá. Y es lógico, Alguien que se emplea siempre puede ser reemplazado por otro, porque demanda de empleo siempre hay, pero una persona trabajadora que está entre la mayor parte de la población difícilmente puede reemplazar un empleo por otro. Por eso, no importa si hay una amenaza real a su salud, es mejor hacer como que no pasa nada a perder el empleo. Y ni hablar de la economía informal, de las personas que no tienen nada más que a ellas mismas para salir adelante.


Así que, si usted, como yo en algún momento, todavía piensa que el confinamiento es un buen momento para meditar, estar con la familia y salir adelante renovados, piense dos veces gracias a quiénes es posible que usted pueda salir a su jardín a ejercitarse cómodamente, ver todas las series que se le antoje, hacer bonitas manualidades o ponerse a leer a sus anchas. Y si usted además es de los que toma el pretexto del confinamiento para irse a recluir a “Valle” o a cualquier otra linda propiedad que sus esfuerzos y los de su familia le han permitido adquirir, también piénselo dos veces. ¿De verdad es producto de su esfuerzo y su mérito este lujo que usted y su familia pueden darse? Y ojo, porque el lujo no sólo es estar así de cómodo en lo físico. El verdadero lujo es poder aislarse del mundo sin pensar en todo lo que de verdad está pasando afuera.

Y ahora sí, cuando hablamos de cambio, ¿qué cambio se supone que esperamos?

Un grupo de científicos ha descubierto que el coronavirus causante del covid-19 podría atacar células de nuestro sistema inmunitario igual que lo hace el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), según aparece recogido en un estudio publicado el pasado 7 de abril en la revista Cellular & Molecular Immunology.



Los expertos unieron el SARS-CoV-2 a células-T, linfocitos que identifican y eliminan los virus de nuestro cuerpo, cultivadas en el laboratorio. Cuando estos linfocitos capturan una célula infectada, perforan su membrana y le inyectan químicos tóxicos, eliminando tanto el virus como la célula infectada.


Sin embargo, los científicos descubrieron que la célula-T se convertía en una especie de "presa" del nuevo coronavirus. Esto era así gracias a una "estructura única" en la proteína espiga del virus que, aparentemente, "desencadenaba la fusión de la envoltura viral y la membrana celular cuando entraban en contacto". Es decir, que los genes del virus se apropiaban de la célula en cuestión y desactivaban su función protectora.


Los investigadores hicieron el mismo experimento con el síndrome respiratorio agudo grave (SRAG), un tipo de coronavirus registrado por primera vez en 2002 en China, y vieron que no era capaz de infectar las células-T, probablemente porque carecía de una función de fusión de membrana como la descrita.



¿Qué más sabemos?


El estudio señala que este descubrimiento plantea "nuevas ideas sobre los mecanismos patogénicos e intervenciones terapéuticas" relacionadas con el COVID-19. De hecho, el hallazgo coincide con las observaciones de los médicos que han atendido a pacientes con SARS-CoV-2. Un médico que habló bajo condición de anonimato explicó a South China Morning Post que "cada vez más personas lo comparan [el coronavirus] con el VIH". 


Otra investigación publicada en febrero señala que la cantidad de células-T podría disminuir de forma significativa en pacientes con COVID-19, sobre todo cuando se trata de ancianos o personas que requieren de cuidados intensivos. Asimismo, indica que cuanto más bajo es el número total de estos linfocitos, mayor es el riesgo de fallecer.



Algunos virus humanos mortales como el VIH o el ébola tienen genes parecidos a los del SARS-CoV-2 para llevar a cabo la fusión en la célula atacada. Sin embargo, el virus de inmunodeficiencia humana puede reproducirse en las células-T y convertirlas en "fábricas" para generar más copias que infecten otras células, característica que no se ha observado en el COVID-19, por lo que los científicos creen que este nuevo virus perece junto a la célula infectada.


Por: Sergio Anzaldo


Soy responsable del timón, pero no de la tormenta…

JLP


Parece más factible que pase un camello por el hoyo de una aguja, a que logremos dar un paso para acercarnos al sueño de Luigui Ferralloli de generar una Constitución de la Tierra defendida por un Estado Global. De hecho, considerando el impacto emocional del coronavirus lo que más bien se atisba en el horizonte es una suerte de nueva edad media: un mundo desgajado, atrincherado en el miedo, la ignorancia y la incertidumbre.


Esta caprichosa analogía sirve para ilustrar la disyuntiva política que plantea el reto del COVID-19 a los 194 países reconocidos actualmente. Se tiene la oportunidad de caminar hacia un más razonable y sustentable orden mundial; o bien, de optar por el clásico sálvese el que pueda, desandando un buen trecho de la racionalidad que hasta ahora se ha construido en la convivencia mundial.



Me parece que el ánimo social que causa la pandemia nos conduce más por el derrotero del temor social y el aislacionismo político que hacia la templanza, sensatez y prudencia indispensables para hacer un frente mundial al virus común. Lo que no augura un final feliz.


La filia


Aristóteles es culpable de esta catastrófica conclusión. En su Política asegura que la argamasa de toda comunidad es la filia, es decir, el sentimiento de amistad y solidaridad que parte del principio de que únicamente es posible sobrevivir como individuo y como especie en comunidad. Para que esta filia predomine socialmente debe prevalecer un ambiente de confianza entre los propios integrantes de la comunidad.


En una democracia, por ejemplo, no sólo se requiere de la confianza social frente al andamiaje institucional y los procesos políticos, sino también debe permear en la interacción social de todos los integrantes de la comunidad entre sí, o por lo menos en la mayor parte de ellos. Este clima de confianza social se precisa para que el respeto y la tolerancia, la pluralidad y la libertad se constituyan en la base del debate político que logre generar acuerdos sociales con la fuerza necesaria para normar tanto la lucha política, materializada en una forma de gobierno específica, como la propia convivencia social.


La ira


Cuando en una democracia esta confianza social se distorsiona y es desplazada, digamos por el enojo, las consecuencias se hacen sentir de inmediato. Emergen fenómenos como el de los indignados, el brexit, los outsiders como Macron o como el mismo Trump, los radicales de derecha tipo Bolsonaro, o de izquierda modelo Maduro; y se acelera la velocidad de la alternancia política a tal grado que no da tiempo para cuajar proyecto político alguno: México, España y Argentina dan cuenta de ello. El solo título del libro La edad de la ira de Pankaj Mishra es más que elocuente sobre la prevalencia de este ánimo social en el inicio del siglo XXI.


El miedo


Con el COVID-19 esta rabia social está siendo rápidamente desplazada y potenciada por el miedo. Es el tema de nuestro tiempo. Pero ya no es el miedo a un diablo externo que se puede plasmar en gárgolas fuera de las iglesias a manera de conjuro y que, por cierto, sirvió como sustento de la monarquía y el papado porque impelía buscar la salvación en una iglesia o en un territorio seguro.


El de ahora es un miedo diferente. Hoy no sólo le tememos al otro, al extraño, sino también a nuestra propia comunidad: al vecino, al compañero de trabajo o al integrante de la familia que regresa de la calle. En el colmo de la paranoia, nosotros mismos nos volvemos sospechosos de haber sido contagiados con el famoso coronavirus sin habernos dado cuenta. Y claro, la confianza social se va derritiendo como mantequilla en un día soleado. Hoy sufrimos de un miedo global, como lo calificó Gustavo Lins Ribeiro en artículo recientemente publicado en El Universal.



El acto de fe


Por si fuera poco, este miedo global es azuzado por la vasta, interesada y contradictoria información de las redes sociales. A manera de ejemplo recordemos que ni siquiera los científicos y los gobiernos se ponen de acuerdo con el uso del tapabocas o de las pruebas rápidas. Para unos son indispensables, para otros no tanto y para otros dependiendo del momento específico de la evolución de la epidemia. A menos que uno tenga el conocimiento práctico y la capacidad técnica para verificar científicamente los resultados del uso del cubre bocas o de las pruebas rápidas, no nos queda más remedio que hacer un acto de fe con la versión que más seguridad emocional nos produzca.


La rabia


Este miedo social, global y desorientado, también está haciendo sinergia con la rabia social de ciertos sectores económicos y segmentos de la población que no se sienten apoyados por sus respectivos gobiernos para enfrentar el repentino y vertiginoso deterioro de su vida económica que está produciendo el coronavirus. Ante la incapacidad financiera de los gobiernos de apoyar al cien por ciento de su población, más bien parecen apostar por sus aliados y por sus bases electorales, y ya luego los que alcancen. Es evidente que aquellos segmentos económicos y sociales no contemplados en la receta gubernamental se van a encabronar, y harto. Esta sinergia es altamente explosiva y, con seguridad, ningún gobierno saldrá ileso.


México


En México la volátil emoción social ya ha hecho de las suyas. El susto por el asesinato de Colosio le dio a Zedillo una victoria incuestionable. Fox se valió de la rabia social para sacar al PRI de los Pinos, y del miedo para mantener al PAN en el poder. El PRI regresó por la esperanza de disfrutar algo de la abundancia del primer mundo. Y AMLO llegó por la frustración y el coraje social de que solo unos cuantos disfrutaron de esa abundancia prometida.


Hoy nadie la tiene fácil y menos AMLO. Al miedo global le está sumando el enojo del sector de la economía formal, que si bien genera el 77.5% PIB, representa el 43.3% de la población, por apoyar al 56.7% de la población que vive en el sector informal y que apenas genera el 22.5% del PIB, para salir de la crisis económica producida por el COVID 19. Está frente a una suerte aporía: No hay lana para ayudar a todos y ayudar a un sector significa no estar en condiciones de ayudar al otro.


La fragmentación


Las relaciones sociales tamizadas por el miedo global y la rabia sectorizada en todo el mundo, sin duda, van a alterar la convivencia social y la correlación de fuerzas políticas y sociales desde la célula básica de la organización social, es decir, la familia, hasta el destino de los estados modernos y su forma de interacción e integración. Los nacionalismos ya están siendo amenazados desde su interior por los movimientos separatistas.


Acaso nadie sea responsable de la tormenta, pero sí hay 194 capitanes a cargo de sus timones que serán responsables de la fragmentación, dispersión y aislacionismo en caso de que cada uno continúe por su ruta, únicamente siga viendo por sí mismo y jale por su lado. Aún hay tiempo de apuntar los timones hacia un puerto compartido a fin de salir con los menores daños posibles de la mutación emocional producida por el pinche coronavirus y se esté en mejores condiciones de enderezar los barcos.

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